
Hace pocos días, me topé con un vídeo en redes sociales que me dejó francamente estupefacta. En él, el hijo mayor de Juana Rivas (Gabriel, 18 años) hablaba de lo que vivió desde que con solo 11 años fue «arrancado de su casa, que es su madre«, para ser entregado a su padre, Francesco Arcuri, en Italia.
Al escuchar esto de «mi casa, que es mi madre” percibo claramente el dolor de ser apartado de un lugar seguro, un lugar de amor y protección. Suena bastante doloroso.
Os recuerdo que Juana Rivas, natural de Granada, conoció a su pareja (Francesco Arcuri) en Inglaterra en 2004, y pronto quedó embarazada de él. En 2006 nace su primer hijo, Gabriel, y Francesco se traslada a vivir a España con su familia. En 2009 ella lo denuncia por agredirla físicamente al volver de madrugada. Él acepta los cargos.
En 2013 la familia vuelve a vivir unida, pero esta vez es Juana quién se traslada a Italia (Carloforte) para residir en una vivienda rural adquirida por Arcuri y que convirtieron en su negocio. Juana denuncia que él la insultaba y la maltrataba sistemáticamente, y que no recibía ningún tipo de remuneración por su trabajo (esto él lo niega). En 2016 Juana pide a Francesco permiso para irse a España a vivir con sus dos hijos… podemos entender que la situación de convivencia era insostenible para ella, pero él se negó. Juana desapareció con sus dos hijos, y se la puso en búsqueda y captura por negarse a entregarlos a su padre (mediando una orden judicial), y estuvo aproximadamente un mes en paradero desconocido para la justicia. Ella asevera que lo hizo porque temía por la integridad de sus hijos.
Según ElDiario.es, en 2018 fue condenada a cinco años de cárcel y seis de pérdida de la patria potestad por el Juzgado de lo Penal 1 de Granada, por sustracción de menores. Lo hizo el magistrado Manuel Piñar con una polémica sentencia en la que la acusaba de “explotar el argumento del maltrato” y en la que no tuvo en cuenta el parte de lesiones y la condena contra Arcuri en 2009, que, según la defensa de la granadina, daban sustento al miedo que sufría. Además, el juez llegó a preguntarle en sede judicial por qué había regresado con Arcuri a pesar de haberle denunciado años antes.
Juana Rivas tuvo una condena ejemplarizante (5 años de prisión y la pérdida de la patria potestad). La pena se redujo luego a 2 años y medio, pero el descrédito y la humillación pública fue total.
El juez que la condenó, Manuel Piñar, se convirtió en el héroe de quienes creen que las mujeres abusan de la ley de violencia de género. Lo irónico es que ahora, el mismo juez ha pedido una indemnización de 90.000 euros por «daños morales» porque, según él, su reputación ha quedado afectada. ¿Y la reputación de Juana? ¿Y la de Gabriel y Daniel?
Tras la condena de Juana se desató la tormenta, incluso antes de la condena. Medios, tertulianos, cuñados y cuñadas, jueces de barra de bar que se lanzaron a por ella. «Una secuestradora, una manipuladora, una mentirosa que usa a sus hijos para salirse con la suya»… Imagino que ahora todas esas personas que la vilipendiaron sentirán vergüenza (tampoco pongo la mano en el fuego por esta afirmación), además son capaces de negar ahora también al hijo mayor de Juana Rivas, que ya ha pasado por un calvario.
Los hijos de Juana no hablaron en el juicio, no se les preguntó qué querían, no se valoró su estado emocional. Se les trató como paquetes de Amazon que debían ser devueltos a su «destinatario legal». Ahora, Gabriel ha hablado. Ya no es un niño: «Vengo a darle un mensaje directo a aquellas personas que sí pueden mover los hilos y que sí pueden hacer algo por nosotros. En el 2017 me arrancaron de mi casa, que es mi madre, a mis 11 años y a los 3 años de mi hermano Daniel, el cual actualmente sigue viviendo en ese infierno que yo viví hasta los 16«. «Mi hermano está en peligro de muerte».
¿Y ahora qué?
Ahora, Gabriel pide ayuda para su hermano menor, Daniel, de solo 10 años y que sigue en Italia con su padre: «Mi hermano está en peligro de muerte», «tiene miedo de expresar» cómo se siente porque sabe que su padre «puede enterarse y amenazarlo».
Escuchar esto me genera impotencia y malestar, ¿vosotras/os qué opináis? Estas palabras vivifican lo que sufren muchas mujeres que son juzgadas por la sociedad por denunciar a sus ex-parejas. Mi indignación crece cuando recuerdo cómo en 2017 medio país hablaba de Juana Rivas, y no precisamente bien, en los bares, en las comidas familiares, en los grupos de amigos, era la conversación de moda. Todo el mundo tenía una opinión sobre Juana Rivas: su denuncia era falsa y ella era un trepa, una mentirosa.
«Yo apoyo la lucha contra la violencia de género, pero esta tía no la ha sufrido«, me dijo una vez un conocido, precisamente mientras tomábamos unas cañas en el Bar Don Balón (Almería). Poco a poco comenzaron a animarse otras personas que también estaban presentes, cuestionaban la veracidad de la denuncia de Rivas: «Es una lista, una abusadora del sistema«. Se iba calentando la conversación / discusión: «Si la justicia la ha condenado, será por algo«.
Yo estuve en esas conversaciones. Yo las escuché. Yo las sufrí desde mi sensibilidad y la evolución de mi conciencia. Yo me drenaba tratando de defender a una mujer que se encuentra en una situación tan complicada, y observaba en las palabras de todo ese grupo, que no se trataba solo del juicio a Juana Rivas, sino que era el juicio a cualquier mujer que al enfrentarse a la violencia de género se atreviera a romper las reglas para proteger a sus hijos. Yo no entiendo cómo, pero se ha conseguido demonizar a las mujeres que denuncian situaciones de violencia de género, con y sin hijas e hijos.
¿Quién no quiere evitar un daño cierto a sus hijos? Esta mujer dio un paso al frente, acompañada de profesionales, y el Sistema se la cargó, así, literal. «Si desobedeces la ley, pagas», decían. «Aquí nadie está por encima de la justicia.» Y ahora yo me pregunto: ¿Y qué pasa si la justicia se equivoca?
En 2017, Juana Rivas ya había denunciado a Francesco Arcuri por maltrato y fue condenado, pero Juana lo perdonó y se reconciliaron, volvieron juntos. «Si era tan malo, ¿por qué volvió con él?», decían muchas personas, utilizando esta reconciliación como argumento para señalar que sus acusaciones eran mentira, pero las y los profesionales del trabajo social, que conocemos bien cómo funciona el ciclo de la violencia, sabemos que esto de terminar y reconciliarse es de lo más habitual, por tanto, no se puede utilizar como arma arrojadiza para deslegitimar a nadie. Se reconcilian con su agresor porque no ven otra salida, porque el control psicológico es brutal, porque la soledad y el miedo las paraliza, porque han creado una familia y quieren que funcione, porque han aprendido que los hijos e hijas no crecen felices si sus padres no están juntos, que se traumatizan.

Después de años de maltrato, Juana se armó de valor y, en 2016, huyó con sus dos hijos. Llegó a Granada, pidió ayuda en el Centro de la Mujer de Maracena, y por un momento, creyó que podía empezar de nuevo. Pero no. No la dejaron. No la creyeron. La condenó la sociedad y la condenó la Justicia.
Su testimonio prueba que en 2018 la justicia se equivocó de lado. En vez de proteger a los niños, los entregaron a quien hoy es señalado, por su propio hijo, como un maltratador. No basta con pedir perdón, en una situación como esta. Es necesario rectificar y realizar una reparación a las victimas.
A continuación, comparto otras entradas de Blog publicadas por colegas profesionales pertenecientes a la plataforma nacional de Blogs del Consejo General de Trabajo Social (BlogoTSfera), recomiendo su lectura:
- La (des)protección ante el maltrato. Por Núria Fustier
- EL MUNDO (JUDICIAL) AL REVÉS: ¿Y EL TRABAJO SOCIAL? Por María José Aguilar Idáñez
- Juana Rivas, la violencia institucional y la función del Trabajo Social Por Karina Fernández d’Andrea
- Daniel Por Belén Navarro LLobregat
Inmaculada Asensio Fernández.