
Anoche, mientras visualizaba la Gala de los Premios Goya apaciblemente tumbada en el sofá de mi salón, escuché a una de las personas premiadas decir que «todas las personas cometemos equivocaciones y errores, constantemente. Cuanto más grande es el error, más necesitamos el perdón de los demás«. Me llegó esta frase, y me conectó con otro sentimiento, el de culpa, sobre el que ya he reflexionado en alguna ocasión en este blog.
Lo que verdaderamente nos caracteriza como seres humanos es la capacidad de cometer y reconocer errores (aprender por ensayo y error ha asegurado la supervivencia de la especie). El error, por tanto, es eminentemente humano, aunque nadie suele hacer gala de ello en este gran salón de espejos que es la vida. Sin embargo, cuando analizamos nuestros errores bajo la lupa de la culpa, muchas veces nos condenamos, incluso de por vida. No se puede vivir con plenitud cuando la culpa nos atrapa y coloniza, porque paraliza los procesos naturales del desarrollo humano y del bienestar, pudriendo todo a su paso.
Hoy quiero hablar de esa culpa que no nos ayuda a edificarnos, aquella que pesa y aplasta, la que nos roba la paz. Porque no toda culpa es enemiga: existe una versión de la culpa que nos invita a reflexionar para buscar la manera de corregir, de reparar el daño causado. Pero no siempre podemos reparar, a veces no hay marcha atrás para cambiar una acción o comportamiento, a veces la culpa debuta años después del hecho causante… y ya no se puede hacer nada. En estos casos, es especialmente útil reflexionar sobre lo sucedido, aprender del error a través del sentimiento del arrepentimiento, obrar cambios en ese aspecto concreto de nuestra biografía que causó algún dolor, y continuar con la propia vida (realizando un reconocimiento hacia ese daño, y comprometiéndonos al cambio en nuestro corazón). Esta indulgencia nos engrandece y nos permite también perdonar a quiénes nos dañaron, en una cadena de perdones interminables que van entre-tejiendo todas las historias de vida. Al fin y al cabo, todas las personas la hemos sentido alguna vez.
La culpa sin propósito, la culpa estéril, puede ser uno de los sentimientos más corrosivos para la mente humana. Su potencial destructor no tiene límites: confunde, aísla, hunde, y, lo que es peor, deja a cualquier persona en situación de indefensión. Sus ansias aniquiladoras corrompen la conciencia adulta, curiosamente nunca la de un niño o una niña, pues la infancia es un territorio libre, ajeno a esas varas de medir. La infancia se expresa como es, buscando satisfacer sus necesidades sin las ataduras de la vergüenza o el juicio. Pero el proceso de socialización, con su afán de disciplina, introduce normas que buscan encauzar a los seres humanos por una senda recta, sin grietas ni desviaciones.
Pero ¿Qué ocurre cuando la culpa no viene para avisarnos de que hay algo que solucionar o que atender en nuestra vida? No siempre podemos cambiar lo sucedido, no siempre es posible enmendar los propios actos. Pero, si no podemos corregir el pasado, siempre podemos cambiar el presente y el futuro, y hay un paso que no podemos omitir: perdonarnos. A veces, sólo perdonando a quienes nos hirieron antes a nosotros, podemos perdonarnos y liberarnos de viejas versiones de nuestra persona, ya en desuso, ya obsoletas.
A veces creemos que la culpa es una forma de fidelidad, que sufrir es una manera de honrar lo que hicimos mal. Pero la culpa solo estanca, no repara. No hay amor en castigarse, hay amor en transformar nuestra realidad, convertirnos en mejores personas; aprender a dar lo que antes no supimos ofrecer o hacer mejor.
En mis cursos de ética aplicada a la intervención social, con frecuencia me refiero a esa cierta sensación de malestar o incomodidad —que precede a la culpa— cuando experimentamos un dilema ético no atendido (un conflicto entre valores). Esa inquietud tiene una función: alertarnos de que estamos en medio de un conflicto de difícil solución, y que debemos hacer algo con ello: reflexionar ordenadamente. Mi propuesta en esos casos es deliberar, abrir el conflicto, enfrentarlo con honestidad y buscar alternativas -no perfectas- para resolver el problema.
En la vida personal, los sentimientos de culpa y rabia nos pueden nublar la visión y la capacidad de acción, hasta el punto de devorarnos vivos. La culpa actúa cuando sentimos que hemos dañado a otros, y la rabia actúa cuando nos hemos sentido dañados por otros. En ambos casos hay una afrenta, y a veces nos jodemos la vida por elegir sostenerla como un escudo: pensando que protegemos a los demás de nuestra parte oscura, o que nosotros nos protegemos de las partes oscuras de los demás. Pero en realidad es una paradoja: la culpa y el rencor no nos alejan de la afrenta, sino que nos encadena a ella. Nos volvemos presas y presos de nuestros pensamientos no cuestionados. Por algo la filósofa Philippa Foot señala que el sentimiento de culpa deja un residuo dentro de nosotros, porque verdaderamente nos quedamos con algo pegajoso que nos condiciona.
A través de la religión y la cultura nos han enseñado que perdonar es una especie de acto magnánimo, pero la verdad es que muchas personas dañan desde la inconsciencia, desde la inmadurez, no desde la maldad. Hay personas que sólo actúan desde sus heridas, van perdidas y anestesiadas por la vida, generando desorden y desconcierto a su alrededor. Por esto es tan importante recibir ayuda psicológica cuando sentimos que nuestra vida no termina de funcionar, para avanzar y atender los aspectos de nuestra experiencia no resueltos, como lo puede ser el rencor y la culpa. Cada persona actúa en función de sus experiencias y valores, y ambos van evolucionando con el paso de los años. Ni tú (lector) ni yo (escritora) somos los mismos hoy que hace 10 ó 20 años. Muchas de nuestras elecciones naturales son distintas. Estamos en constante evolución.
Muchas veces no se trata de perdonar a los que nos dañaron, sino que se trata de comprender porqué actuaron de manera negligente, egoísta o imprudente con nosotras, observar por tanto la situación desde un ángulo superior de comprensión. No es un ejercicio intelectual, es un ejercicio emocional. Entender que hay personas con las que nos cruzamos que son muy carentes (quizás las trataron mal en la infancia y no lo han trabajado, quizás no fueron amadas y nunca se sintieron especiales y valiosas y sólo actúan en base a impulsos). Si a ellos no les dieron, no pudieron dar. Si nadie les enseñó a amar de otra forma, no supieron hacerlo. Es difícil aceptar que algunas personas no cambiarán porque simplemente no pueden. Y nos toca decidir: podemos seguir esperando algo que nunca llegará o podemos dejar de exigirles lo que no tienen para darnos.
La culpa y el perdón son dos caras de la misma moneda, una es la cara y otra es la cruz. Ambas funcionan en un nivel elevado del AMOR.
Esto no significa justificar ni idealizar los daños. Significa dejar de vivir con la herida abierta y supurando, reconocer el vínculo (si lo hay), agradecer la vida —lo más valioso que tenemos— y seguir adelante. Por eso considero que algunas veces este proceso requiere terapia, porque no es fácil desatar los nudos emocionales que llevamos dentro. No todo el mundo se cuestiona sus vivencias y sus fantasmas.
A veces, la mayor muestra de respeto propio es aprender del error y seguir adelante con más consciencia. No se trata de olvidar, sino de transformar (ser mejores personas con todos los seres).
Si del rencor dicen que es como tomar un bote de veneno tú esperando que muera el otro, de la culpa podemos decir que es como sostener un piedra ardiendo entre las manos, esperando que venga otro y nos libere de ella, pero que en el fondo solo nosotros podemos abrir las manos y dejar que caiga. Y en algún momento, toca soltar. Porque la vida pasa y no espera por nada y por nadie.
Inmaculada Asensio Fernández.
Maravillosa reflexión, Inmaculada. Los errores son oportunidades de aprendizaje si somos capaces de verlos, apreciarlos, descubrirlos y cambiar. En ocasiones se vuelven contra nosotros. Los llamamos de otra forma. En lugar de errores, justificamos nuestra buena intención dándoles algún motivo externo, algo que aleje de nosotros la responsabilidad y así, dejan de ser errores. Sí, giré a la derecha en lugar de a la izquierda porque esquivé un bache, me distrajo el semáforo, la radio, o lo que sea…. y ya no es un error. Si voy solo, me engaño a mi mismo. Si voy acompañado, es un insulto a la inteligencia y crea malestar, enfado y hasta repulsa.
Aprender del error no es ni debe ser un acto privado, por respeto y por conciencia ética.
Un abrazo
José Manuel, tienes razón, y me hace pensar en cómo, a veces, el tiempo cierra la puerta a la reparación. Imagino que en tu trabajo habrás conocido a muchas personas mayores que arrastran decisiones tomadas en su juventud, con la lucidez de quien mira atrás y se da cuenta de lo que haría diferente. Y ahí está lo difícil: ¿cómo gestionar esos errores cuando ya no hay vuelta atrás?
Creo que en esos casos, más que reparar, lo que queda es la reconciliación con uno mismo. Aceptar que en su momento hicimos lo que pudimos con lo que sabíamos y que la vida no nos da segundas oportunidades para todo, pero sí nos permite resignificar lo vivido. Quizás ahí esté el mayor aprendizaje: dejar de mirar el pasado con culpa y empezar a verlo con compasión.
Me alegra conversar de algún modo contigo, porque sé que tú, desde tu experiencia, tienes mucho que aportar sobre estos temas tan importantes a nivel personal. Un abrazo grande.
Qué maravilla. Me ha gustado muchísimo. Gracias por compartir.
Muchas gracias, Patricia, por compartir tu comentario. Me alegro mucho. Siempre gracias a ti.