
Yo y mi ética en la práctica profesional en los servicios sociales
Cuando realizas una formación en ética aplicada a los servicios sociales, hay un momento en el que comienzas a cuestionarte cuáles son los valores predominantes en tu forma de concebir y realizar tu trabajo, ya que tomar conciencia sobre una o uno mismo, es un paso fundamental para permitir que un equipo pueda crecer y cohesionarse con las mínimas fisuras posibles. Este cuestionamiento es necesario para incorporar la reflexión en clave ética en nuestro modus operandi, y favorece la flexibilidad al cambio, a la par que fortalece la integridad individual y el compromiso colectivo con las personas que atendemos. Sin embargo, es importante tener en cuenta que la ética individual, por sí sola, es insuficiente en actividades colectivas, ya que la buena voluntad personal puede tener consecuencias inesperadas para el conjunto de personas. Por ello, es necesario transitar la vereda desde la conciencia de la intervención individual, a la conciencia de la intervención colectiva, asegurando que las lógicas que mueven las decisiones que tomamos en nuestro ejercicio profesional sean resultado de una reflexión ética compartida.
«Mañana, la persona atendida por los servicios sociales puedes ser tú«.
La práctica en servicios sociales exige una integración profunda entre la identidad personal de cada miembro del equipo –con sus principios morales particulares– y los valores éticos que deben guiar la intervención profesional a nivel institucional (estos son aquellos sobre los que se apoya el PORQUÉ de la existencia de los servicios sociales). En este contexto, cuando hablamos de “yo y mi ética” nos estamos refiriendo a la responsabilidad de identificar y cuestionar nuestras creencias, valores y posibles sesgos, pues tal como dice Adela Cortina:
Los seres humanos somos inevitablemente morales, estructuralmente éticos y desde esta condición, vivimos abocados a tomar decisiones constantemente. Esto no lo hacemos de forma instintiva, como el resto de los animales, sino como seres racionales.
Siendo de este modo, no podemos dejar de ser seres morales, y todo ese bagaje moral que nos define entra en conversación constante con las diversas situaciones y realidades que atendemos, ya que las posibilidades son múltiples y eso nos obliga a elegir. Nuestras elecciones no son azarosas ni improvisadas, sino que responden a todo ese sustrato que opera en la sombra (en la parte menos visible), seamos conscientes o no.
Cuando un centro de trabajo aborda cuestiones éticas concretas, inevitablemente se ponen sobre la mesa los códigos morales individuales. Por ejemplo, en debates sobre temas sensibles como el aborto, la objeción de conciencia, o en decisiones relacionadas con la protección versus el respeto a la autonomía de personas vulnerables (como en el caso de las personas mayores en situación de dependencia), emergen posturas diversas -a veces enfrentadas- que, fundamentadas en la experiencia y en la cultura, invitan a la reflexión. De esta forma, mucho de lo que hemos aprendido a través de la cultura se plasma en nuestros actos e interacciones diarias.
Integrar “yo y mi ética” en la práctica de los servicios sociales es, por tanto, un proceso que demanda autoconocimiento y una reflexión crítica continua sobre los riesgos éticos inherentes a nuestro trabajo diario. No podemos dar nada por sentado en la práctica profesional. Además, es importante recordar que, en la toma de decisiones éticas, no solo influyen nuestros valores personales, sino que estas deben fundamentarse en teorías éticas bien establecidas.
Os ilustro con un ejemplo: recuerdo que hace años una colega profesional de los servicios sociales comunitarios de Almería, me dijo que todos los profesionales del trabajo social guardan un escrupuloso sigilo y secreto profesional con los datos que manejan, porque tenemos un código deontológico (como si el hecho de la existencia de ese código de ética profesional, fuera la evidencia inequívoca para demostrar que todos los profesionales lo cumplen). Lamentablemente, las investigaciones llevadas a cabo en la materia (por ejemplo, Eileen Ain Joan, 2001 Jeshiva University; y María Jesús Uríz Pemán (IP), 2007 Universidad Pública de Pamplona) han evidenciado justamente lo contrario.
Es fundamental revisar y poner en tela de juicio aquellos códigos morales heredados de nuestra trayectoria vital, fomentando una praxis que, lejos de ser dogmática, abra paso a la deliberación y la reflexión constante en los espacios de trabajo.
Afirmar que porque tenemos un código deontológico todas y todos los profesionales respetamos la confidencialidad y el secreto profesional, es una postura dogmática que debemos observar. De hecho, esta actitud crítica nos permite actualizar y ajustar nuestros principios para responder de manera efectiva a los retos éticos del entorno. Solo así podremos garantizar una intervención profesional que respete la dignidad y los derechos de las personas, fortaleciendo tanto la integridad personal como la calidad de las atenciones e intervenciones.
Las personas argumentamos la forma de alcanzar el mayor bien posible en base a una serie de teorías éticas pre-establecidas, que orientan nuestro modo de concebir la realidad. Cada una de estas teorías aborda los dilemas morales desde una perspectiva distinta y nos aporta elementos valiosos para la reflexión. Así, un conocimiento suficiente de las principales teorías éticas resulta indispensable para una intervención profesional ética y responsable, pero el tema de las teorías éticas es asunto de otra entrada de blog. Por el momento, lo dejamos aquí, recordando que la buena voluntad de una persona, puede no ser suficiente para garantizar decisiones justas o adecuadas en el contexto social, por lo que es fundamental reflexionar sobre cuál debe ser la estructura moral (el método) que guíe la actividad profesional en su conjunto.
Por Inmaculada Asensio Fernández. Directora de la Estrategia de Ética de los Servicios Sociales de Andalucía.