Un cuento sobre el valor y la esperanza.
Puedes escuchar este cuento en el siguiente enlace:
Había una vez una niña llamada Dorotea que vivía junto a sus padres y hermanas en una casita pequeña de campo, un lugar con jardín que parecía muy acogedor, con geranios en las ventanas y un tejado rojo que brillaba bajo el sol. Pero por dentro, las paredes susurraban secretos que nadie conocía, ya que creció entre el eco de puertas que se cerraban con violencia, y palabras que herían más que cualquier golpe. Siempre pensaba lo mismo: “Si soy buena, todo mejorará”. Pero no importaba cuánto se esforzara, nada cambiaba.
Una tarde, mientras trataba de esconderse del mundo en su habitación, descubrió una polilla atrapada en el cristal de la ventana. Revoloteaba frenéticamente, chocando una y otra vez contra el cristal. Dorotea abrió la ventana con cuidado para dejarla salir, pero la polilla seguía intentando atravesar la superficie transparente, completamente ciega a que tenía una posibilidad de huida al alcance de sus alas.
—Qué boba eres, estás ciega —susurró Dorotea, mientras la polilla seguía estampándose inútilmente.
De repente, la niña comenzó a sudar, ¿Cuántas veces había intentado hacer cualquier cosa para sentirse mejor, pero terminaba en el mismo lugar y con las mismas sensaciones? Pronto iría creciendo y se daría cuenta de que ese cristal no le era tan ajeno, y que la ausencia de visión hacia adelante y la ausencia de un objetivo en la vida, es el que corta nuestras alas. La mayor parte de las veces, son los miedos y la resignación los que nos impiden encontrar una salida.
Dorotea creció de este modo, aprendió a sentir que las cosas no dolían (aunque la aplastaran por dentro), así como aprendió a callar cuando todo su cuerpo gritaba, pero ella se escondía en los rincones tratando de fingir que no le importaba.
Esta niña fue creciendo, madurando lentamente y a su manera. Un buen día dejó el pueblo para irse a estudiar a la ciudad, y pensó que esta sería la puerta abierta a su jaula: nada más lejos de la realidad. Si hay algo característico de una buena jaula, de estas que te oprimen y te cortan las alas para vivir la vida a tu manera, es que no están más que en tu propia cabeza. Las jaulas no están hechas de hierro forjado, ni de aluminio, ni de ladrillo, sino que son materiales intangibles que viajan con nosotros a todas partes, como el humo de un puro habano: son nuestros pensamientos, que se transforman en sentimientos, y estos -a su vez- en acción o inacción (y de acciones e inacciones se compone el puzzle de la vida).
Con los años, Dorotea se convirtió en una mujer amable y laboriosa. Sus amigos decían que siempre estaba dispuesta a ayudar, pero pocos se daban cuenta de que nunca pedía nada para ella misma. Había aprendido a aceptar lo que la vida le daba, y a sonreír como si estuviera bien. “No necesito más”, se decía, aunque en el fondo de su corazón había cientos de necesidades pidiendo a gritos ser escuchadas, pidiendo a gritos ser descubiertas.
Una mañana camino a clase, mientras caminaba por el parque, vio a una niña pequeña que lloraba porque su cometa se había enredado en las ramas de un árbol. Dorotea sintió el impulso de ayudarla, pero algo la detuvo. No se sentía capaz de trepar el árbol. Miró a su alrededor, esperando que alguien más interviniera, pero nadie lo hizo. Entonces, se acercó y, con un esfuerzo torpe, puso un pie, y luego el otro… y sin saber ni cómo, su sola decisión de trepar le permitió subirse al árbol para liberar la cometa. Bajó con el corazón latiendo con fuerza y la niña la miró con ojos brillantes.
—¡Gracias! —dijo la pequeña, abrazándola como si fuera una heroína.
En ese momento, Dorotea sintió algo extraño, como si una chispa se encendiera dentro de ella. Era la primera vez que hacía algo valiente, aunque fuera algo tan simple como trepar a un árbol. Esa noche, se miró al espejo y vio a una persona diferente. No era sólo una mujer asustada; era alguien capaz de actuar, de decidir, pero sólo tenía que proponérselo.
A partir de entonces, Dorotea comenzó a desafiar sus propios límites, primero con pequeñas cosas: decir “no” cuando algo no le parecía justo, pedir ayuda cuando la necesitaba, defender sus ideas en su circulo de amigos. Cada acto de autoafirmación era como un ladrillo que desmontaba la pared invisible que la había atrapado durante años. No siempre era fácil. Había días en los que sentía que retrocedía, que volvía a ser esa niña retraída que no sabía reconocer sus propias necesidades, que no sabía hacerlas valer. Pero algo había cambiado: ahora sabía que la salida siempre estaba allí, aunque no pudiera verla de inmediato.
Un día, Dorotea volvió a su pueblo. Caminó hasta su antigua casa, ahora abandonada, y se sentó en el jardín. Cerró los ojos y respiró profundamente. Por primera vez, experimentó una inmensa paz en ese lugar que la vio crecer. Al poco abrió los ojos y observó cómo una polilla alzaba el vuelo y comenzaba a revolotear alrededor de ella. Sonrió y abrió la mano. La polilla se posó en su palma y luego levantó nuevamente el vuelo: ambas dos por fin eran libres.
FIN
Inmaculada Asensio Fernández.